Por: Filoparchando
Algunos afectados, exponen que para la compra de su propiedad les ofrecieron precios que redujeron cuantiosamente su patrimonio. Por ejemplo, por una casa de 100 metros cuadrados ofrecieron 250 millones de pesos, y el afectado demanda que en el avalúo no se tiene en cuenta la casa o pisos construidos, sino que le están pagando prácticamente solo por el terreno. Ahora bien, lo peor es que con esos 250 millones no le alcanza para comprar otra propiedad con las mismas condiciones, pues un apartamento de torre o urbanización con medidas de 50 o 60 metros cuadrados hoy por hoy cuesta entre 400 y 450 millones de pesos. En esta encrucijada del progreso se encuentran los propietarios, los cuales han tenido que hacer protestas, demandas y tutelas para llegar a un acuerdo más justo, pero este acuerdo no se ha dado, y en caso de no darse nunca, tendrán que buscar una propiedad de bajo presupuesto en las laderas de Medellín.
Paradójicamente, el progreso del metro puede derivar en el empobrecimiento de estos propietarios, a todas luces, sacrificados para el bien común de toda la ciudad. Y es que al parecer el despojo despótico se ha convertido en el modo de proceder de la administración actual de Medellín, que ha propósito de las laderas, también ha desalojado a las familias que han sido afectadas por las catástrofes invernales, una solución con la que la administración se lava las manos y que los ha dejado peor de lo que estaban, pues esta los ha dejado a su suerte sin ninguna garantía de reubicación.
Tolstoi, en su cuento Cuánta tierra necesita un hombre, dice algo que, de alguna manera, nos sirve para ilustrar lo que se encuentra en el trasfondo de muchas de las problemáticas que al día de hoy aquejan a la ciudad de Medellín: “La única pena es que disponemos de poca tierra”. Ante el avance del desarrollo de la ciudad en temas de movilidad, el proyecto del Metro liviano de la 80 nos plantea un viejo problema ético y político, esto es, la tensión entre legalidad y justicia, puesto que, para adquirir los predios necesarios para la construcción de esta obra, tanto el gobierno municipal y nacional cuentan con un marco legal que, en la ejecución del proyecto, ha derivado en una situación de injusticia con los propietarios de aquellas propiedades que se encuentran dentro del área a ser intervenida.
Si bien el proyecto tiene un impacto económico y social positivo para la ciudadanía, quienes deben pagar el precio de tal desarrollo son individuos particulares, familias y comunidades que están en riesgo de disolverse en la hojarasca del progreso. El avalúo de las propiedades, sustentado en el valor comercial del año 2016, pone en evidencia que la injusticia es, además de económica, también simbólica y social: ¿es posible calcular el valor de lo intangible? El aspecto económico es apenas la punta del iceberg de esta problemática que tiene en el fondo el desarraigo, la pérdida de redes comunitarias y el desplazamiento de memorias vividas en esos espacios.
En este sentido, el Metro de la 80 no puede verse únicamente como un proyecto de movilidad, sino como un dispositivo de poder que reconfigura la ciudad y redistribuye los costos del progreso de manera profundamente desigual. Bajo el discurso de la modernización, se ocultan dinámicas de corrupción, sobrecostos y negociaciones opacas que favorecen a unos pocos, mientras las comunidades directamente afectadas quedan sometidas a un proceso de despojo legalizado. El proyecto, lejos de encarnar el ideal de un desarrollo equitativo, revela cómo las instituciones pueden instrumentalizar la ley para legitimar prácticas injustas que erosionan el tejido social.
La gentrificación se convierte, entonces, en el rostro más visible de esta injusticia. La ciudad se embellece para unos, mientras expulsa a otros hacia los márgenes de la miseria. Medellín, celebrada internacionalmente como ejemplo de innovación y transformación urbana, se encuentra atrapada en una paradoja: mientras se erige como vitrina global de progreso y es catalogada como una de las ciudades más apetecidas de Latinoamérica, en su interior persiste una lógica excluyente que empuja a las poblaciones vulnerables a abandonar no solo sus hogares, sino también la memoria y las formas de vida que allí habían construido. La “hojarasca del desarrollo”, en este caso, no fertiliza la ciudad, sino que la despoja de su diversidad vital y cultural.
El trasfondo de esta problemática nos remite al mismo origen de la propiedad privada: aquello que en un inicio fue común y necesario para todos (la tierra, el agua, los recursos vitales) se transformó con el tiempo en objeto de apropiación y acumulación desigual. Así, lo que debería garantizar la vida digna de todos termina distribuido de manera que unos pocos concentran demasiado y otros apenas acceden a lo mínimo, cuando no a nada. Paradójicamente, el ser humano no requiere tanto para vivir con dignidad: un techo, alimento suficiente (que en gran parte hoy se desperdicia antes de alimentar una sola boca) y un abrigo. Lo demás pertenece al ámbito del sentido, de la posibilidad de construir una vida plena en comunidad, un derecho que, sin embargo, parece ser relegado en nombre de un “progreso” que expulsa y margina.