Por: Wilder Carmona
Dicen que todo vibra. Que el universo entero es una danza de frecuencias, una sinfonía invisible que se despliega en cada hoja que cae, en cada ola que lame la orilla, en cada suspiro que escapa del pecho. En medio de ese universo sonoro, hay quienes han aprendido a afinar su espíritu a una frecuencia distinta: 432 Hz. No es un número al azar. Muchos lo consideran el pulso natural de la Tierra, una vibración que resuena con el corazón, con el agua, con los ciclos invisibles que rigen la vida.
Leidy y Sulpayki han hecho de esa frecuencia su hogar. Son Raíz Aborigen, un dúo que no interpreta canciones: las encarna. Leidy abraza la guitarra como si fuese una prolongación de su pecho, de su intuición más honda. Sus dedos recorren las cuerdas con una suavidad precisa, convocando melodías que recuerdan a las abuelas que cantaban para sanar, para despedir o para dar la bienvenida a la vida. A su lado, Sulpayki respira a través de la quena y la zampoña, soplando vientos antiguos que parecen salir de las entrañas de los Andes.
Se conocieron hace dos años y medio, no en una sala de conciertos ni en un festival de arte, sino en las montañas de Venecia, Antioquia. Como si el destino hubiera sido convocado por alguna fuerza más antigua que la voluntad, sus caminos se entrelazaron allí, entre nieblas y cafetales, donde el silencio también tiene voz. Desde entonces, su andar ha sido inseparable: un viaje compartido, musical y espiritual.
No son artistas de vitrina. Su música no se viste de espectáculo ni de luces artificiales. Cantan en rituales de hongos, ceremonias que convocan el cuerpo y el alma, guiados por una maima, una sabia mujer que cuida y guía. En esos encuentros, Leidy y Sulpayki no son protagonistas: son custodios del silencio, del tránsito interior de quienes se sumergen en lo profundo. Saben cuándo tocar y cuándo callar, cuándo un golpe de tambor basta o cuándo un susurro basta más aún. Su sonido no interrumpe el viaje: lo sostiene.
Pero también, como tantos artistas de corazón libre, caminan entre dos mundos. A veces, los encuentras en pequeños restaurantes, entonando canciones propias o recreando las voces de los artistas que admiran: Grupo Putumayo, Los Kjarkas, Savia Andina, Chris Orange, Danit. Han hecho del canto una manera de vivir, y del viaje una forma de conocimiento. No tienen disquera, pero tienen camino. No tienen escenario fijo, pero tienen horizonte.
Con frecuencia, viajan "tirando dedo", dejando que el viento y la buena voluntad los lleven a lugares tan apartados como el Putumayo. En cada tramo, en cada parada, la música es su pasaporte. No llevan más que sus instrumentos, su confianza en la vida y la certeza de que, mientras sigan cantando, el mundo les abrirá sus puertas y les dará sus gratificantes sorpresas.
Una tarde, cuando la ruta los llevó al sur profundo del país, una experiencia quedó tatuada en su memoria. Fue en el Putumayo, en medio de la espesa selva que abraza el camino que conduce de Mocoa a Pasto, por un trayecto tan temido como fascinante: El Trampolín de la Muerte. No es un nombre poético ni exagerado. Se trata, sin ambages, de la carretera más peligrosa de Colombia. Una vía angosta, sin asfalto, esculpida en los bordes de la cordillera, flanqueada por precipicios y nubes densas, por los rugidos de la selva y el recio viento.
Aquella vez, un pequeño campero los recogió cuando el reloj marcaba las cuatro de la tarde. El cielo comenzaba a mutar entre los tonos ocres del ocaso y la azulina niebla del crepúsculo. Iban en la parte trasera, con los cuerpos entregados al vaivén de la suspensión que traqueteaba con brusquedad entre huecos, piedras y curvas imposibles. Cada sacudida era un llamado a la conciencia: estaban vivos. Y lo sabían con una claridad que solo el vértigo puede regalar.
“El paisaje era increíble”, dijeron. Y no lo decían como una postal turística. Era una especie de desborde de la belleza, un paraíso escondido tras el disfraz del peligro. La luna, alta y callada, parecía velar su paso como una guardiana ancestral, mientras la vegetación estallaba en verdes profundos y nieblas persistentes. Entre el susto y la contemplación, algo se reveló.
Tal vez por eso, esa experiencia les quedó grabada como una lección. Allí, en ese trance entre el miedo y la maravilla, comprendieron algo esencial: que la vida se siente más nítida cuando se roza su umbral. Que el peligro no es enemigo de la belleza, sino su frontera. Y que así como El Trampolín de la Muerte oculta un paraíso entre abismos y precipicios, también el alma humana guarda paisajes luminosos detrás del temor, si sabemos transitar con respeto, con música, con silencio.
Al final del día, Raza Aborigen no es solo un nombre artístico: es una declaración de sentido. Leidy y Sulpayki no buscan volver a un pasado idealizado, sino rescatar lo esencial que aún late debajo de la tierra del mundo moderno. Su canto es tierra, raíz, respiración. Es el intento honesto de traer al ahora el espíritu de un tiempo donde el sonido y el alma no estaban separados. Y así siguen, con sus mochilas al hombro, su fe en la música como medicina, y una guitarra afinada al pulso de la Tierra.
Pero si hay algo que también vibra en cada respiración compartida sobre el escenario o en medio de la selva, es el amor que se profesan. Ese vínculo no solo los sostiene a ellos, sino que se proyecta hacia el mundo. Quien los escucha, lo siente: hay una ternura en sus melodías, una delicadeza que no se puede fingir. El amor entre ellos es parte del mensaje, no como un espectáculo romántico, sino como un recordatorio de que la unión verdadera también puede ser medicina. En tiempos de ruido y prisa, ellos cantan al ritmo del cuidado mutuo, del respeto, del compartir silencios y caminos difíciles.
Así, cada nota, cada palabra, cada silencio entre canción y canción, es una forma de decir: “aquí estamos, amándonos, y ese amor también es para ti”.
Porque cuando la tierra vibra en 432 Hz, lo hace no solo desde la raíz: lo hace también desde el corazón humano.
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