domingo, 2 de febrero de 2025

Al mundo le falta un tornillo.


Por: C. Carmona Salas.


Era una mañana de domingo. Desde las altas colinas de San Antonio de Prado se

divisaba la mole de concreto arropada por un cielo cristalino de verano. Queriéndole hacer

el quite a las rumiaciones sobre el lenguaje, me puse los audífonos para escuchar la

canción que Fer Herrera —un talento inmenso como la Catedral de Nuestra Señora de

Luján, pero modesto como el kiosco de la esquina junto a aquel monumento— nos había

compartido esa semana, para promocionar el programa de Filoparchando sobre la idea

del lunfardo y sus posibilidades transgresoras. Encendí la motocicleta y enfilé rumbo al

centro de la ciudad.

Todo el mundo está en la estufa, triste, angustia’o y sin garufa, melancólico y

corta’o. Se acabaron los robustos, y hasta yo que daba gusto, cuatro kilos he

baja’o…

Contrario a mis expectativas, no logré desligar del flujo de mis pensamientos la pregunta

por el lenguaje. Donde quiera que pasara, el mundo se me presentaba como signo, y en

mi recorrido por las calles de tráfico sereno, intentaba leer con el rabillo del ojo lo que

encontraba a mi paso: rostros, gestos, señalizaciones, muros con variopintas figuras y

colores.

Hoy no hay guita ni de asalto y el puchero está tan alto que hay que usar un

trampolín. Si habrá crisis, bronca y hambre, que el que compra diez de fiambre hoy

se morfa hasta el piolín…

¿Cómo es posible que haya lenguaje? ¿Será el hálito que Yavhé exhaló en el rostro de

Adán; acaso el fuego que nos legó Prometeo; o quizás el fruto de una larga búsqueda

humana tras la quimera de la comprensión? Pensando en esto, recordaba lo que dijo

Wittgenstein a cerca de los problemas de la filosofía, que en realidad no eran más que

absurdos nudos del lenguaje. Con la idea de juegos del lenguaje como filtro, empecé a

ver el mundo de un modo más pragmático y, omitiendo la pregunta por el origen, me

centré en el “para qué”. Ante mí un semáforo cambió de color. Conozco las reglas de este

juego determinado y me detuve a la sombra de un florido tulipán africano. Inmersos en el

juego de la miseria, una pareja de migrantes —con un carajito de brazos y un cartón

garabateado con palabras— a paso lento exhibían su tragedia en medio de los vehículos

que aguardaban la señal que les permitiría dejar atrás aquel doloroso espectáculo que ya

se nos tornó paisaje.

¿Qué sucede? ¡mama mía! Se cayó la estantería, o San Pedro abrió el portón. La

creación anda a las piñas, y de pura rebatiña, apolilla sin colchón…

“La pared y la muralla son el papel del canalla”: así reza un viejo refrán. Pero si el

lenguaje tiene un “para qué”, el grito de protesta que se plasma en cada mural o grafiti

representan una de las tantas formas en que el arte trasgrede las convenciones sociales

para denunciar y visibilizar situaciones de injusticia, para darle voz y reconocimiento a

aquellos que nunca lo han tenido. Así pues, la ciudad es un hervidero de discursos e

interpretaciones en constante disputa, y valiéndose cada uno de los medios con que

cuenta, intenta llevar el conglomerado de sus propios prejuicios a los diferentes

escenarios donde se juega lo político.


El ladrón es hoy decente y a la fuerza se ha hecho gente, pues no encuentra a

quién robar. Y el honrra’o se ha vuelto chorro, porque en su fiebre de ahorro él se

afana por guardar…

En la avenida Ferrocarril a la altura de la estación Cisneros, viro a la derecha para tomar

la calle Maturín. En las veredas del sector de El Hueco lucen cerradas las persianas de

los comercios, que hace un par de semanas permanecían abiertas y atiborradas de

gentes haciendo sus compras de temporada. La soledad de los habitantes de calle

irrumpe aquí y allá, dando un aspecto marginal y peligroso al corazón de esta metrópoli.

Al llegar a Bolívar, dirijo una mirada circunspecta al viejo Salón Málaga y reconozco allí un

par de rostros familiares. Aparco y voy a su encuentro. El aire bohemio que envuelve

aquel lugar me trae el aroma de un viejo bandoneón. Poco a poco llegan los invitados

mientras adecuamos un espacio para la grabación del programa. ¡Que empiece la

función! Las palabras entraron en juego tras el preludio musical, y las ideas se fueron

tejiendo entre los participantes de aquel encuentro de amigos.

Hoy se vive de prepo y se duerme apura’o, y la barba hasta a Cristo se la han

afeita’o…

Hay juegos de juegos en el ámbito humano. Hay unos quizá inocentes, pícaros, de reglas

simples o complejas, de consecuencias individuales e intrascendentes, pero los hay

también con implicaciones colectivas de gran calado, en los que se precisa de malicia,

astucia y tacto para realizar cada movimiento. Esto en la arena política, que ya no sólo se

trata de la plaza pública o los espacios gubernativos, sino que se ha extendido al terreno

mediático digital. Y en estas disputas entre los diferentes discursos ideológicos, parece

que lo que en realidad importa es quién tiene la razón, mas no la verdad.

Hoy se lleva a empeñar al amigo más fiel. Nadie invita a morfar, todo el mundo en

el riel...

Al caer la tarde pensaba en el caso del mural Las cuchas tienen razón, y la manera en

que una manifestación del arte popular se convirtió en todo un quilombo mediático, del

que unos y otros quisieron sacar provecho en el juego político local, para tornarse una

importante discusión a nivel nacional, en el marco de los hallazgos de la Unidad de

Búsqueda de Personas Desaparecidas en el sector de La Escombrera en la comuna 13

de Medellín. Una vez en casa me dispuse a descansar, sin pensar que otro juego de

lenguaje de calibre internacional empezaba a crispar las relaciones diplomáticas entre el

cacique de El Imperio y el poeta anarquista de El País de la Belleza. Sin comerlo ni

beberlo, desperté en un mundo sobre el que se cocinaba una pelea de toche con

guayaba. Definitivamente:

Al mundo le falta un tornillo, que venga un mecánico a ver si lo puede arreglar*.

(*Enrique Cadícamo, 1932)

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