Por: Fabián.
La moraleja de vivir aquí es que pa´ donde mires tienes que subir - AlcolyrikoZ
Un lento desfile de rostros, maletas y bolsos me envuelve desde que salgo de la estación El
Poblado. Al bajar las escaleras y pisar el concreto, uno juega a ser el delantero que esquiva
a sus rivales para llegar a la meta, luego está el tropel del semáforo en verde para los
transeúntes y la calle sin señalización, donde riñen la viveza con la buena voluntad de los
conductores. Se oye un pregón grabado anunciando “el rompe colchón”, “el siete balazos”,
“el vuelve a la vida”: se trata de los beneficios del consumo del chontaduro.
Avanzo cuesta arriba y la avalancha humana cuesta abajo. Solitarios, en pareja o en combo;
relajados, afanados o cotilleando algo entre risas; ha culminado una jornada laboral, una
rutina de ejercicio o algo nuevo está por emprenderse, vaya uno a saber. A lado y lado de
las aceras se puede notar la variedad de empleos informales, dispuestos en una chaza o en
el suelo, si se trata de artesanías. Son ciudadanos colombianos, indígenas y migrantes
venezolanos, algunos con la compleja necesidad de subsistir en las condiciones que
presenta la calle; en el caso de los indígenas y sus niños, más allá del hambre y el asfalto,
deben huir constantemente de la policía de infancia y adolescencia. Siendo ya de
madrugada les veo correr con corotos y menores a sus espaldas, y la patrulla al acecho.
A mi juicio, lo que aparece antes del parque de El Poblado no es bastante estimulante a la
vista, como sí lo es lo que viene dos cuadras antes de llegar al Parque Lleras; casas de
cambio, casinos, tiendas sexuales, tiendas de fumar y licorerías. Es todo un catálogo que
detona la imaginación tanto del nacional como del visitante y que representa un paisaje
general de lo que El Poblado puede ofrecer.
No menos que todo esto, me sorprenden también los avisos publicitarios y lo sugestivos
que pueden llegar a ser, los analizo en plena marcha, ¡tanto!, que puedo tornarme
conspiranóico. Hay uno en especial que me llama la atención, porque lo veo en distintas
partes de la ciudad exhibido en vallas enormes: “lo tuyo es el ron”. Pienso que, como
sociedad, condenamos abiertamente el uso de determinadas sustancias y otras las vemos
todavía con recelo, no dejan de ser un tabú; no sucede así con el licor. Cuando uno viaja en
el Metro puede ver que frecuentemente sus vagones y estaciones están adornadas con
anuncios de ron o de aguardiente; decir “lo tuyo es el ron” es resolver el primer dilema de
todas nuestras celebraciones: “¿ron o guaro?”. Me sitúo mentalmente en un contexto de
fiesta e inmediatamente salta a la vista cierto dicho popular bastante underground: “Nadie
huele en seco”. Eso decimos los antioqueños, “por favor pase” dice el semáforo parlante de
la avenida El poblado. ¿Será que son paranoias mías?
Continuo mi marcha dejando atrás el Parque de El Poblado y me topo con una tienda de
recuerdos. Allí hay ponchos, ruanas, tazas con mensajes alusivos a Colombia y a Medellín,
replicas pequeñas de chivas y camisetas que dicen “Parce”, “Qué chimba” o “El patrón del
mal” con una foto de Pablo Escobar.
¿Por qué está ahí esa camiseta?, ¿quién la comprará?, ¿la usará cuando la compre?
En lo personal, no he visto a nadie de fuera llevándola, más fácil a personas de acá; con una
gorra Fox, unas gafas Oakley y varios escapularios.
He conversado con personas que viajan al exterior y se enfadan cuando alguien, al decirle a
que son colombianos, de una les responda, “ah, sí, Pablo Escobar”; en vez de eso, esas
personas han esperado a que, de entrada, les hablen de García Márquez. Cuando empecé a
estudiar alemán, la gente cercana me decía “heil Hitler”, ¿debo enfadarme porque obvian la
existencia de un Goethe, Hölderlin o un Kant? Ni al caso, soy de los que prefiere mostrar
con amabilidad otros horizontes de sentido, así no me entiendan ni jota, al fin y al cabo, es
un camino emprendido en solitario.
Monos de ojos claros y azules, a prima facie son todos gringos para nosotros, aunque
naturalmente hay entre ellos franceses, ingleses, alemanes, españoles y demás. No es
común a todos, pero suelen ir por ahí desaliñados, con ropa sucia, arrugada y en sandalias,
¿por qué es tan atractivo para ellos Colombia y en especial Medellín? He conocido distintas
razones, entre las que destacan los paisajes, la gente, la comida, las rumbas y, a pesar de
que no lo digan a voz en cuello, la facilidad para conseguir drogas de todo tipo.
Si bien todas las personas a las que me refiero poseen la condición de extranjeros –
condición que tienen también los venezolanos, cuyas formas de habitar en nuestro país se
asemejan bastante a las nuestras – no son todos turistas, ya que no todos están aquí
disfrutando de sus vacaciones. Algunos están erradicados, total o parcialmente, amparados
en la figura del nómada digital, puesto que el empleo remoto les permite la movilidad a lo
largo y ancho del mundo; se les puede ver en entornos sociales con sus dispositivos en
mano resolviendo asuntos laborales. La disponibilidad que deben tener está sujeta a los
husos horarios de diferentes latitudes.
Yo trabajo en un bar de salsa y de bachata, el trato con ellos es algo cotidiano. Me agrada
sobremanera cuando hacen algún esfuerzo para comunicarse en castellano; cuando no, trato
de zanjar la cosa con expresiones simples en inglés, y, a pesar de que entiendo la
importancia de expresarse en otro idioma, cuando la comunicación es inviable, me siento
extranjero en mi propia tierra. ¡Aaaah!, pero algo de simpático tiene cuando se dirigen a
uno de “parce”, “¿qué más?”, “¡qué chimba!”, es un esfuerzo válido para entrar en
confianza y convertir el rato el algo ameno.
Pienso en todo y en nada: en cómo sería mi vida en otro país, en cuál habrá sido la vida
pretérita de extranjeros, migrantes, indígenas, prostitutas, trabajadores ambulantes y
formales …en fin. Acabo de salir a tomar algo de aire, adentro se mezcla el retumbar de los
parlantes con el aliento cervecero, sudor, y axilas malolientes; son de ellos y de nosotros.
Me espera una larga noche.
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