Ser un artista emergente es lanzarse a un río caudaloso sin más bote que la pasión y el deseo de crear. Es remar contra la corriente con las propias manos, buscar cada oportunidad y, muchas veces, construir escenarios donde no los hay. No hay garantías, no hay caminos trazados; sólo está la determinación de hacer que la música resuene más allá de las paredes de un cuarto de ensayo. Cada toque es una pequeña victoria en esta travesía incierta.
Todo comenzó cuando nuestro entonces mánager, Hernando Márquez, un mexicano cuñado de uno de los guitarristas de la banda, Cristóbal Montalvo, nos propuso tocar en El Cordón Cervecero, una fábrica de cerveza artesanal. Sin embargo, había una condición: cada uno de nosotros debía vender al menos 20 boletas. Cada entrada costaba 25.000 pesos, incluía cinco cervezas, y nuestras ganancias dependían directamente del número de boletas que lográramos vender.
Imagínate lo que eso significaba para alguien que solo quería tocar y compartir su arte. Ahora que lo pienso … el talento por sí solo no es suficiente. No basta con la música; el artista debe garantizar un consumo, porque además es él quien lleva al público. Mejor dicho, todo recae sobre sus hombros. Así es la vida del artista independiente. Igual, casi nadie nos conocía… y quizá nunca nos conozcan.
Bueno… como casi nadie me conoce tampoco, me presento rápidamente. Soy un músico independiente de la ciudad y esta es la historia de un toque que realizamos hace ya varios años, en el 2013.
Al final, logramos vender casi todas las boletas. Algunos de nosotros con más facilidad que otros, pero entre todos hicimos el esfuerzo para completar el cupo. Fue un trabajo de días, invitando amigos, insistiendo en redes sociales, convenciendo a conocidos que lo valía, que al menos las cervezas salían a buen precio. Y aunque el público iba a llegar por nosotros, la sensación era la misma: más que músicos, éramos promotores, vendedores de nuestro propio arte.
El día del toque fue una muestra más de lo que significa ser un artista emergente. Aquí no hay lujos ni mimos; cada quien llega como puede, con su instrumento al hombro y el estómago ojalá lleno. El evento empezaba a las 7:00 p.m., pero llegamos dos horas antes para la prueba de sonido.
El encargado del sonido parecía saber lo que hacía, lo cual siempre es un alivio. Me explicó que, debido a las características acústicas del sitio, debía ecualizar el bombo para atenuar ciertas frecuencias. Es bueno empezar llevándose bien con el sonidista, y mejor aún cuando demuestra ser atento y con experiencia. Luego tocamos algunos temas para probar y, sorprendentemente, sonaba muy bien. Ahí uno respira más tranquilo; al menos en el sonido no habría sorpresas desagradables.
La prueba de sonido fue breve, lo justo para confirmar que todo funcionaba. Los nervios siempre están ahí, no importa cuántas veces uno se suba a tocar. No es miedo, es más bien la consciencia de que cada presentación es única y efímera. Luego, la luz del sol empezó a desvanecerse cada vez más y llegó la noche.
Mientras la oscuridad cubría la ciudad, la gente empezó a llegar poco a poco. Se sentía ese murmullo creciente, ese ambiente de expectativa que precede a cada evento. Los primeros en aparecer fueron los amigos y familiares, los fans más queridos y fieles, aquellos que siempre estaban ahí para apoyarnos, comprando boletas, compartiendo la emoción del momento. Los saludos eran efusivos, los abrazos cargados de energía y las risas brotaban con facilidad, como si el solo hecho de estar juntos ya justificara todo el esfuerzo.
El Cordón Cervecero tenía una estructura particular: abajo funcionaba la fábrica de cerveza, con sus tanques de fermentación impregnando el aire. Arriba, en un segundo nivel, se encontraba una especie de bar donde se realizaban los eventos. Era un espacio acogedor, con mesas de madera, luces tenues y un pequeño escenario al fondo. La combinación de la calidez del lugar y el entusiasmo del público creaba una atmósfera especial, la sensación de que algo memorable estaba por ocurrir.
Cuando empezamos el desmadre, ya algunas personas estaban algo prendidas y se entusiasmaron con nuestra música. Se sentía la energía subir con cada canción, la gente aplaudía y se movía al ritmo de las ondas sonoras. Desde el escenario, veíamos cómo el público vibraba, sus rostros reflejaban la emoción del momento. Todo fluía bien, hasta que de repente, mi bajo dejó de sonar. Un instante de desconcierto, la mente trabajando rápido: ¿Qué pasó? Revisé la conexión y, efectivamente, era un problema con el plug. Por suerte, lo arreglamos rápido, pero supe que no podía moverme demasiado para evitar que volviera a desconectarse. Aun así, nada de eso impidió que disfrutara del toque. Seguimos tocando con la misma entrega, con la certeza de que, pese a los imprevistos, estábamos haciendo lo que amábamos.
Ser artista, en especial un juglar de estos tiempos, es asumir la misión de llevar alegría y significado a quienes lo escuchan. No importa cuán complicado sea el camino ni cuántas dificultades se presenten, porque la verdadera esencia del arte es su poder de unir las almas, de convertir un instante en algo eterno. Cada toque es una comunión, una ceremonia donde los instrumentos y las voces entrelazan historias, sentimientos y pasiones. Sobre el escenario he comprendido que más allá de la incertidumbre, de los esfuerzos y los sacrificios, el arte nos hace libres y nos conecta con los demás de una manera que trasciende las palabras, convirtiéndo un instante de nuestra vida en algo memorable. Cada toque es una comunión, una ceremonia en este mundo donde los intereses de la mayoría suelen ser monetarios, el arte se manifiesta en su propia experiencia intangible pero inolvidable. Vivimos en un tiempo donde todo se mide en términos de producción material, olvidando muchas veces la riqueza espiritual que nos deja un momento de verdadera expresión artística.
Al final de la noche, salimos con una sensación de satisfacción. No importaron los tropiezos ni las preocupaciones previas; lo esencial había sucedido: todos estuvimos conectados. Esa noche la música fue un puente entre almas, una vibración compartida que trascendía lo inmediato. Como decía Hegel, "en el arte, el espíritu absoluto se reconoce a sí mismo", y quizás por eso, por un instante, sentimos que algo más grande que nosotros nos unía, que la música era más que sonido: era una verdad compartida. Ese momento ocurre cuando el público y los músicos están en plena sintonía, cuando la música trasciende el simple entretenimiento y se convierte en un acto de comunión. Es en ese instante cuando el arte logra su propósito más elevado: Relevar una experiencia donde el espíritu se reconoce en la obra y en la comunidad que la vive.
Sin embargo, la experiencia espiritual del arte no puede sostenerse por sí sola en un mundo donde el reconocimiento y la convocatoria definen el valor de un artista. La necesidad de ser conocido para que la expresión tenga relevancia impone una contradicción difícil de sortear: mientras más se insiste en la pureza del arte, más se choca contra la realidad del mercado. Tal vez sea esa lucha entre la autenticidad y la exigencia de éxito comercial la que nos ha impedido apreciar el arte de manera más sana y profunda.
Esa noche terminó, y con ella, la magia de ese instante. Al final, regresé a casa para seguir enfrentando la vida cotidiana… buscando la forma de ejercer aquello de ser artista. En este caso, no ganamos mucho dinero. Y ahí está la paradoja: sabemos que el arte tiene un valor que va más allá de lo material, pero al mismo tiempo debemos venderlo para poder seguir ejerciéndolo sin morir en el intento.
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