Por: Jhonny Estrada
Como arcadas o nauseas secas, me ha acontecido durante los últimos días una percepción deprimente de la realidad y su panorama mundial actual, o por lo menos de lo que desde esta ciudad que es Medellín, enmascarada como tasita de plata, se puede ver de cerca y enterarse a lo lejos. Tal vez peque de ingenuidad al esperar más que malas noticias, cuando se supone que uno es consciente de que de una sociedad que ha construido su base fundante sobre la injusticia, no habrá de emerger nada bueno. Difícil es creer que este mundo maltrecho por el capitalismo dará a luz a la sociedad humana que soñando despiertos divisamos en el horizonte, sin antes destruir sus cimientos de injusticia.
Este pesimismo y el panorama de negatividad, sin embargo, nos debe recordar, más bien, que no es fácil la trasformación, como también que es urgente nuestra acción. Pues tampoco se puede negar que es en los humanos de este mundo malo que recae la esperanza de realización de uno mejor, bueno, sin averías ni enfermo. Pero hoy, a pesar de las bellezas sintéticas que decoran este mundo y con las que hipnotizan la mirada de las masas, el horror se ha desplegado por todos lados sin dejar algo más que mirar. Las violentas tensiones que se palpan acá y acullá, por consiguiente, deberían necesariamente concentrar toda nuestra atención.
Hoy por hoy el malestar de la vida humana es ineludible. Pero habría que caminar sin corazón para ignorar deliberadamente el genocidio más atroz en nuestra época, a saber, el de Israel y su mundo aliado contra Palestina, mientras es transmitido en vivo como parte del espectáculo. Y para no decirnos mentiras, este es un avance ejemplar de que este sistema puede eliminar todo lo que no represente sus intereses, como también que los derechos humanos no son más que un fantasma.
La fe que depositamos en estos últimos demuestra que somos gobernados por espectros, por puros ideales que adquieren más poder de verdad que la realidad, aunque aquellos estén en contradicción con las condiciones materiales que constituyen la realidad misma. Tal como la libertad o la igualdad, supuestamente garantizadas por el fantasma mayor, el Estado, al que obedecemos e idolatramos, aunque nos mantenga atados bajo sus formas establecidas a condiciones paupérrimas de vida, obedeciendo más bien a los intereses de los poderosos, la propiedad privada y la conservación del orden que los favorece.
Para no ir muy lejos, en Colombia, uno se levanta por estos días y se da cuenta que fueron eliminados por los opositores del pueblo en el Congreso, los artículos 31, 32 y 33 de la reforma laboral propuesta por el presidente Gustavo Petro. Estos trataban acerca de las medidas de formalización de las y los trabajadores del campo, reglamentando el contrato laboral agropecuario para las personas que ejercen labores allí de forma permanente, transitoria y estacional, según las temporadas de productividad, continuas o discontinuas. Esto implicaba, pues, el pago obligatorio de un jornal agropecuario al trabajador. A la vez, el artículo 33 tenía como objetivo garantizar la vivienda o su adecuación para las trabajadoras y trabajadores rurales, que habitan en el predio de explotación con sus familias.
Aunque la reforma fue aprobada, la eliminación de estos artículos es un fuerte golpe contra los trabajadores rurales y du dignidad. Los congresistas opositores les han negado sus derechos laborales con argumentos en pro de las finanzas de los empresarios, alegando que estos no los pueden pagar por el riesgo inminente de quiebra. Una vez más, los intereses de los poderosos se sobreponen a los intereses del pueblo y la masa trabajadora, abriendo más la brecha de desigualdad que sostiene el orden de represión.
La lucha de clases que surge del sistema capitalista se percibe intensificada por todos lados, y la sociedad alienada se apacigua agitada en la persecución y posesión del dios dinero, el cual, más que todo, tiene la capacidad de obnubilar todo sentido común. Nada más es ver las declaraciones del alcalde de Medellín, Federico Gutiérrez, acerca de la problemática de los habitantes de calle en la ciudad, dice: “las cosas se tienen que llamar como son: un habitante de calle que tira una piedra y le causa daño a un ciudadano, antes que habitante de calle ya se ha convertido en un delincuente y debe ser tratado como tal”, sin reconocer la macro estructura que da como resultado esta problemática social. Cierto es su incremento en la ciudad, como también es preocupante la práctica que han asumido algunos de arrojar piedras desde los puentes para facilitar que las bandas criminales, con las que están aliados, roben a los motoristas o conductores.
Pero si bien, este es un acto criminal que debe ser castigado, como afirma el alcalde, lo cuestionable estriba en que el habitante de calle deja de ser tomado como tal y convertido solo en criminal. De nuevo atacándose solo las consecuencias y desconociendo las causas y trasfondos que llevan a las personas a ser habitantes de calle y cometer estos actos. Además, argumenta Gutiérrez, que los derechos de estas personas no pueden estar por encima de los derechos de los demás ciudadanos, como si en verdad estos desposeídos tuvieran algún derecho. Pues el único que parece respetárseles, es el de la libertad de ser todo lo habitante de calle que se quiera, mientras no alteren el orden público. Y es que el capitalismo se instala con tal naturalidad, que rara vez cuestionamos la estructura y orden social que hace que existan personas con tales condiciones de vida, sino que, a lo sumo, reconocemos que deben ser reacomodadas las ovejas descarriadas y, en su defecto, eliminadas y desechadas, abandonadas a su suerte, en esta selva donde solo vales lo que tienes.
Es claro que nuestros gobernantes no tienen ningún interés en solucionar los problemas de la población y garantizar sus derechos básicos, pues solo están movidos por sus intereses de clase. Como se hizo evidente con la ausencia del alcalde y el gobernador en las jornadas asamblearias realizadas en la Universidad de Antioquia, a las que fueron invitados para hacer frente a la desfinanciación que sufre la educación pública y, en especial, nuestra alma mater, pero no dejaron más que vacías las sillas marcadas con sus cargos, y a los estudiantes esperando que en algún momento llegaran a ocuparlas.
Por tanto, ante el posible cierre de la Universidad, al estudiantado no le queda otro camino que tomar acción, marchar y hacerse escuchar por este pueblo indolente, que, aunque afectado, no parece interesado en defender el derecho a la educación pública. No obstante, es en la acción de todos donde reside la transformación de este mundo malo.
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