martes, 22 de abril de 2025

Saltar o no saltar: he ahí el dilema

 

Por: C. Carmona Salas


 

“Tú sabes que ponerse a querer a alguien es una hazaña. Se necesita una energía, una generosidad, una ceguera… Hasta hay un momento, al principio mismo, en que es preciso saltar un precipicio; si uno reflexiona, no lo hace”.

Jean-Paul Sartre.

 

¿Qué vemos al otro lado del precipicio que nos invita a dar el salto? Desde la orilla de nuestra alma presentimos la cercanía de otra alma. Bajo la luz de la propia experiencia vamos tratando de encontrarnos a nosotros mismos al entrar en contacto con el otro, casi siempre de modo inconsciente, y cuanto más creemos en lo que presentimos como semejante, tanto más nos sentimos tentados a dar el salto.

Partiendo de la idea de que el pensamiento precede a la acción, y si aceptamos que el ejercicio del pensar implica cierto movimiento o energía —sin caer en teorías esotéricas triviales, sino entendiendo que las conexiones neuronales se efectúan a partir de reacciones electroquímicas para la transmisión de información—, podemos reconocer que pensar en el otro es invertir en éste cierta energía, al menos desde una perspectiva fisiológica. En este sentido, nos volvemos cada vez más generosos con el otro cuando dirigimos nuestro pensamiento con mayor frecuencia e intensidad en él.

A lo mejor ocurre con la conciencia lo mismo que con la mirada, es decir, en la medida en la que concentramos nuestra atención en un objeto determinado, éste se instala como “único” en medio de la multiplicidad del mundo. Enfocándose sólo en ese objeto, lo demás desaparece para el observador. Esta orientación de la atención en un único objeto puede resultar una suerte de ceguera ya que, en cierto sentido, nos priva de atender el plano general en el que el otro nos aparece allende el precipicio.

Esa luminosidad que nos seduce a dar el salto se hace más resplandeciente en tanto que hacemos de su fuente nuestro objeto de deseo. De este modo la lente de la conciencia va ajustándose, acentuando el enfoque y la intencionalidad en aquello que ahora nos aparece como lo “único”, y la potencia del deseo va resaltando lo que creemos ver como semejante a nosotros, lo que nos resulta particularmente valioso y digno de conquistar en “el deseado”. Quizás ésta es la situación común, el punto de partida genérico en la mayoría de las historias y las empresas amorosas que han ocurrido, ocurren y ocurrirán bajo el cielo de la humanidad.

En el Zaratustra decía Nietzsche que “entre las cosas más semejantes es precisamente donde la ilusión miente del modo más hermoso”. A medida que vamos alimentando esta ilusión, embriagados por las pasiones que derivan del deseo intenso que la idea del otro nos suscita, asistimos —a fuerza de presentimientos— al nacimiento de “lo verdadero” en nuestro corazón. El otro se ha tornado “real” para nosotros, mas no por sí mismo, sino por el influjo ciego de las pasiones que agitan nuestra voluntad. De pie al borde del precipicio, estamos prestos a dar el salto, sin embargo, siguiendo a Nietzsche, olvidamos que “el abismo más pequeño es el más difícil de salvar”.

Ante el dilema de si es posible elegir de quien nos enamoramos o si, parafraseando a Cortázar, es algo que nos sucede súbitamente, como un rayo que nos parte los huesos, es difícil dar una respuesta definitiva. Puede ser que se trate de un ardid de la naturaleza en busca de la preservación de la especie, o tal vez sea una manifestación psicosomática de aquello que oscuramente nos mueve desde el cautiverio del inconsciente. A lo mejor estamos condicionados por todo ello y por la cultura que ha ido estructurando con prejuicios la manera en la que intentamos entablar vínculos afectivos.

Ahora bien, cuanto más nos encontramos envueltos por la niebla de nuestros prejuicios, cuanto más intensamente resuena en nuestro oído el melodioso canto de sirenas que el deseo nos hace intuir como proveniente del otro lado del abismo, cuanto más firmemente nos abrazamos a la fe en aquella “verdad” que nos llama del otro lado del precipicio, tanto más difícil resulta percibir el tenue rumor de la razón que intenta hablarnos en el lenguaje de la incertidumbre y la duda.

Saltar o no saltar: he ahí el dilema. Si bien no podemos elegir de quién ni por qué nos enamoramos, amar al otro sí es una elección que tomamos deliberadamente si se atiende al susurro de la duda, o irreflexivamente si lo hacemos bajo la embriaguez que produce beber del tonel de la ilusión con la sed insaciable del deseo. Si nos detenemos a reflexionar, es decir, a poner en palabras aquello que se agita en la vorágine de nuestro deseo; si nos distanciamos con prudencia para asumir una perspectiva objetiva respecto a la decisión que estamos a punto de tomar; si nos detenemos a contemplar el abismo que nos separa del otro; si ampliamos el enfoque de nuestra intencionalidad para contemplar con mayor apertura lo que nos llama del otro lado del precipicio, probablemente no daríamos el salto. Pero no ocurre así en la vida real, puesto que, como dijo Pascal, “el corazón tiene razones que la razón ignora”.

 

Réplica

 

“¿Qué es lo que hace padecer al amor? La duda. Nietzsche dijo en una ocasión que el amor del filósofo a la vida era el amor a una mujer que nos inspira dudas”.

Thomas Mann.

 

Ciertamente la duda es incómoda, sin embargo, el amor a la vida —o a la mujer— es un asunto de comprensión, mas no de conocimiento. Quien desea conocer algo sufre al enfrentarse con las limitaciones de su entendimiento, y en su interior se agita un mar de dudas. Pero quien busca comprender algo es capaz de asumir con humildad sus propias limitaciones, sobreponiéndose a ellas, navegando sobre el mar bravío de la incertidumbre, ya que no precisa de razones, puesto que conocer es asunto de la cabeza, y comprender, del corazón. Ya decía Pessoa:

 

Porque quien ama nunca sabe lo que ama

Ni sabe por qué ama, ni qué es amar…

Amar es la eterna inocencia,

Y la única inocencia es no pensar…

 

A pesar de todo, saltamos.

 

 

lunes, 21 de abril de 2025

Vibrar con la Tierra para sanar con el sonido

Por: Wilder Carmona



Ilustración por Wilder Carmona

Dicen que todo vibra. Que el universo entero es una danza de frecuencias, una sinfonía invisible que se despliega en cada hoja que cae, en cada ola que lame la orilla, en cada suspiro que escapa del pecho. En medio de ese universo sonoro, hay quienes han aprendido a afinar su espíritu a una frecuencia distinta: 432 Hz. No es un número al azar. Muchos lo consideran el pulso natural de la Tierra, una vibración que resuena con el corazón, con el agua, con los ciclos invisibles que rigen la vida.

Leidy y Sulpayki han hecho de esa frecuencia su hogar. Son Raíz Aborigen, un dúo que no interpreta canciones: las encarna. Leidy abraza la guitarra como si fuese una prolongación de su pecho, de su intuición más honda. Sus dedos recorren las cuerdas con una suavidad precisa, convocando melodías que recuerdan a las abuelas que cantaban para sanar, para despedir o para dar la bienvenida a la vida. A su lado, Sulpayki respira a través de la quena y la zampoña, soplando vientos antiguos que parecen salir de las entrañas de los Andes.

Se conocieron hace dos años y medio, no en una sala de conciertos ni en un festival de arte, sino en las montañas de Venecia, Antioquia. Como si el destino hubiera sido convocado por alguna fuerza más antigua que la voluntad, sus caminos se entrelazaron allí, entre nieblas y cafetales, donde el silencio también tiene voz. Desde entonces, su andar ha sido inseparable: un viaje compartido, musical y espiritual.

No son artistas de vitrina. Su música no se viste de espectáculo ni de luces artificiales. Cantan en rituales de hongos, ceremonias que convocan el cuerpo y el alma, guiados por una maima, una sabia mujer que cuida y guía. En esos encuentros, Leidy y Sulpayki no son protagonistas: son custodios del silencio, del tránsito interior de quienes se sumergen en lo profundo. Saben cuándo tocar y cuándo callar, cuándo un golpe de tambor basta o cuándo un susurro basta más aún. Su sonido no interrumpe el viaje: lo sostiene.

Pero también, como tantos artistas de corazón libre, caminan entre dos mundos. A veces, los encuentras en pequeños restaurantes, entonando canciones propias o recreando las voces de los artistas que admiran: Grupo Putumayo, Los Kjarkas, Savia Andina, Chris Orange, Danit. Han hecho del canto una manera de vivir, y del viaje una forma de conocimiento. No tienen disquera, pero tienen camino. No tienen escenario fijo, pero tienen horizonte.

Con frecuencia, viajan "tirando dedo", dejando que el viento y la buena voluntad los lleven a lugares tan apartados como el Putumayo. En cada tramo, en cada parada, la música es su pasaporte. No llevan más que sus instrumentos, su confianza en la vida y la certeza de que, mientras sigan cantando, el mundo les abrirá sus puertas y les dará sus gratificantes sorpresas.

Una tarde, cuando la ruta los llevó al sur profundo del país, una experiencia quedó tatuada en su memoria. Fue en el Putumayo, en medio de la espesa selva que abraza el camino que conduce de Mocoa a Pasto, por un trayecto tan temido como fascinante: El Trampolín de la Muerte. No es un nombre poético ni exagerado. Se trata, sin ambages, de la carretera más peligrosa de Colombia. Una vía angosta, sin asfalto, esculpida en los bordes de la cordillera, flanqueada por precipicios y nubes densas, por los rugidos de la selva y el recio viento.

Aquella vez, un pequeño campero los recogió cuando el reloj marcaba las cuatro de la tarde. El cielo comenzaba a mutar entre los tonos ocres del ocaso y la azulina niebla del crepúsculo. Iban en la parte trasera, con los cuerpos entregados al vaivén de la suspensión que traqueteaba con brusquedad entre huecos, piedras y curvas imposibles. Cada sacudida era un llamado a la conciencia: estaban vivos. Y lo sabían con una claridad que solo el vértigo puede regalar.

“El paisaje era increíble”, dijeron. Y no lo decían como una postal turística. Era una especie de desborde de la belleza, un paraíso escondido tras el disfraz del peligro. La luna, alta y callada, parecía velar su paso como una guardiana ancestral, mientras la vegetación estallaba en verdes profundos y nieblas persistentes. Entre el susto y la contemplación, algo se reveló.

Tal vez por eso, esa experiencia les quedó grabada como una lección. Allí, en ese trance entre el miedo y la maravilla, comprendieron algo esencial: que la vida se siente más nítida cuando se roza su umbral. Que el peligro no es enemigo de la belleza, sino su frontera. Y que así como El Trampolín de la Muerte oculta un paraíso entre abismos y precipicios, también el alma humana guarda paisajes luminosos detrás del temor, si sabemos transitar con respeto, con música, con silencio.

Al final del día, Raza Aborigen no es solo un nombre artístico: es una declaración de sentido. Leidy y Sulpayki no buscan volver a un pasado idealizado, sino rescatar lo esencial que aún late debajo de la tierra del mundo moderno. Su canto es tierra, raíz, respiración. Es el intento honesto de traer al ahora el espíritu de un tiempo donde el sonido y el alma no estaban separados. Y así siguen, con sus mochilas al hombro, su fe en la música como medicina, y una guitarra afinada al pulso de la Tierra.

Pero si hay algo que también vibra en cada respiración compartida sobre el escenario o en medio de la selva, es el amor que se profesan. Ese vínculo no solo los sostiene a ellos, sino que se proyecta hacia el mundo. Quien los escucha, lo siente: hay una ternura en sus melodías, una delicadeza que no se puede fingir. El amor entre ellos es parte del mensaje, no como un espectáculo romántico, sino como un recordatorio de que la unión verdadera también puede ser medicina. En tiempos de ruido y prisa, ellos cantan al ritmo del cuidado mutuo, del respeto, del compartir silencios y caminos difíciles.

Así, cada nota, cada palabra, cada silencio entre canción y canción, es una forma de decir: “aquí estamos, amándonos, y ese amor también es para ti”.

Porque cuando la tierra vibra en 432 Hz, lo hace no solo desde la raíz: lo hace también desde el corazón humano.


martes, 15 de abril de 2025

viernes, 11 de abril de 2025

Rarograund: Una posibilidad en la asfixiante realidad

Por: Jhonny Estrada


Rarograund: Foto tomada por Jhonny Estrada

Rarograund: Foto tomada por Jhonny Estrada


Por obvias razones, él no tiene celular, tampoco vive en una casa donde puedas buscarlo, pero aun así salí a su encuentro; es decir, me trace un trayecto (a ver si me lo encontraba), desde la Avenida 80 con la Cl. 65, hasta las canchas donde Realizan Barrio Antioquia fresstyle, en el barrio Trinidad. Lo había buscado con atención mientras caminaba, pero como no recordaba su rostro, solo podría reconocerlo por su energía particularmente rapa que ya había percibido una vez.

Llegué a las canchas desesperado por no haberlo hallado en el camino y sin saber qué hacer, pregunté a la primera persona que estuvo a mi lado. ¿Conoces a Rarograund? Responde: claro ¿quién no? Entonces le pregunto si sabe dónde lo puedo encontrar. Él se parcha por allí, (señala) al fondo a la izquierda detrás del árbol grande en los parques. Decidí a ir primero a buscar una cerveza para soportar el severo sol mientras subía al lugar que me habían señalado y, en el camino, me lo encontré. Estaba en el andén, dormido profundamente en el incómodo colchón que es la realidad y lo áspero del cemento. Por tanto, con pola en mano, me senté a esperar a que despertara de las infernales locuras en las nubes de su edén.

Una vez se levantó de allí, lo saludé y le recordé que un día hablé con él para que me permitiera una entrevista, entonces me recibió amablemente y nos sentamos en el andén de en frente. Su nombre es Juan David Baloyes Mosquera y tiene 30 años, más conocido como Rarograund, un afro con un talento forjado en la adversidad, habitante de calle y habitual participante de las batallas de freestyle en el barrio Antioquia. Cuenta que nació en Medellín el 20 de febrero del 94, en la casa donde vivían, en Belén Zafra, y allí se crio hasta los 10 años. Pues, desde entonces, su familia se estuvo mudando por diferentes barrios de la ciudad.

En una mezcla de nostalgia y alegría, comienza a comentar: yo toda mi infancia, nea, estudié música en la escuela del barrio Santafé, desde los 6 años, y estando en la red de bandas aprendí a tocar la Viola. El Rap lo conocí a temprana edad, pero no entendía bien sus términos ni sus fundamentos. Recuerdo que mi tía, que llego de Brasil, me trajo dos CDs ¡originales gonorr#@! De todos los hits de esa época en el Hip Hop. Entonces ahí estaban temas como: Where Is The Love? Y otros de Snoop y Dr. Dre. Estaban muy chimbas y se los detallé a un parcerito que manejaba bus cuando vivimos en Buenos Aires Quinta Linda. Por allá conocí raperos más adultos que me daban bases. Yo tenía como 13 años y estudiaba en el INEM y entonces, con otros compañeros del colegio, conformamos un grupo y comencé a rapear, también bailábamos break dance, fue la primera vez que empecé a crear música.

Raro creció en una familia que practica el taoísmo, pero no el oriental sino el de Suramérica, fundado por el maestro Kelium Zeus. Dice: mi mamá y sus hermanos desde muy jóvenes comenzaron a cambiar el estilo de vida, a entrenar y estudiar la ciencia del esoterismo, por lo que yo nací en eso siendo vegetariano. Entonces estas músicas… que son músicas infernales decía el maestro… paila yo sentía mucho temor de ser rapero.

De todas formas, me gustaban mucho los conciertos de Rap que hacían gratis cada ocho días por toda la ciudad. A todos íbamos, que el HIP 6, que Revolución sin Muertos, que el Undergrano, que el Altavoz. Desde Caldas a Copacabana, en alguna parte había un evento de Rap. Pero en una de esas, tuve una sobredosis de sustancias, yo estaba muy pequeño, tenía 15 años. Entonces, por eso dejé la música y me fui para el templo del maestro, porque el Tao era mi religión y yo desde niño seguía los pasos, así que estuve por allá 6 años. Aunque pa’ qué, por allá escribí como 4 canciones sobre las conexiones que iba sintiendo.

Cuando Raro volvió de allí, retomo su vida, trabajaba, tenía su moto y ayudaba económicamente en su casa. Sin embargo, tuvo otro descontrol con las sustancias y comenzó a fumar otras cosas. Dice: me desbordó el perico y empecé a fumar bazuco porque ya no me gustaba como me estaban ardiendo las fosas, consumía a pesar del miedo que me daba, porque recordaba a un tío mío que era consumidor y fue muy problemático para la familia ¡yo lo quería mucho! Mi mamá, al ver que ya solo quería estar en la calle consumiendo, me echó de la casa. Entonces ya hace 6 años vivo en la calle; mi mamá quiere que deje las drogas… pero yo siento que todavía hay mucha estigmatización con ellas. Eso afecta, porque si hubiera mejores herramientas quizá habría más drogos funcionales; yo, a pesar de la adicción, me considero de muy buen comportamiento, soy trabajador mientras puedo y consumo por mi propio “criterio”.

Continua: “volví al Rap hace dos años, cuando empezó la liga Barrio Antioquia Fresstyle y me he sentido muy acogido por la comunidad, he logrado mucha conexión con la gente. Yo busco también una conexión con la madre coca, como los indígenas Arhuacos, y aunque estas sustancias tengan muy poca, donde este la coca ahí soy feliz y quiero estar”. Pero ante este romance Rarograund reflexiona y dice: “Mi adicción y mi cuerpo, como esta hoy, es el resultado del desamor y el autorrechazo, de proyecciones de suicidio y concepciones negativas que se convierten en hábito”. Raro ahora, con los parceros de la liga, ha sentido nuevamente una familia y una hermandad, potenciando sus posibilidades de vida.

Rarograund no es solo un habitante de calle, estereotipado como delincuente, sino más bien un artista entre la dificultad y la secuela. Él se toma el andén de colchón para atravesar el sol después de la juerga nocturna, y, cuando se despierta, hay locos a su lado queriendo escribir su cuento. Y luego, como surgido de la nada, pasan taxis con amigos suyos diciéndole: ¡Raro! ¡Vamos para Buenos Aires a la batalla de la tienda del freestyle! Él responde: ¡No mano, estoy muy gamín! Y su amigo le responde: ah, listo mano, entonces voy a pasar todos los días por usted hasta que quiera gonorr#@! Entonces a la utopía le late fuerte el corazón.

lunes, 7 de abril de 2025

En un mundo malo y sus fantasmas solo se puede mirar el horror

Por: Jhonny Estrada


Como arcadas o nauseas secas, me ha acontecido durante los últimos días una percepción deprimente de la realidad y su panorama mundial actual, o por lo menos de lo que desde esta ciudad que es Medellín, enmascarada como tasita de plata, se puede ver de cerca y enterarse a lo lejos. Tal vez peque de ingenuidad al esperar más que malas noticias, cuando se supone que uno es consciente de que de una sociedad que ha construido su base fundante sobre la injusticia, no habrá de emerger nada bueno. Difícil es creer que este mundo maltrecho por el capitalismo dará a luz a la sociedad humana que soñando despiertos divisamos en el horizonte, sin antes destruir sus cimientos de injusticia.

Este pesimismo y el panorama de negatividad, sin embargo, nos debe recordar, más bien, que no es fácil la trasformación, como también que es urgente nuestra acción. Pues tampoco se puede negar que es en los humanos de este mundo malo que recae la esperanza de realización de uno mejor, bueno, sin averías ni enfermo. Pero hoy, a pesar de las bellezas sintéticas que decoran este mundo y con las que hipnotizan la mirada de las masas, el horror se ha desplegado por todos lados sin dejar algo más que mirar. Las violentas tensiones que se palpan acá y acullá, por consiguiente, deberían necesariamente concentrar toda nuestra atención.

Hoy por hoy el malestar de la vida humana es ineludible. Pero habría que caminar sin corazón para ignorar deliberadamente el genocidio más atroz en nuestra época, a saber, el de Israel y su mundo aliado contra Palestina, mientras es transmitido en vivo como parte del espectáculo. Y para no decirnos mentiras, este es un avance ejemplar de que este sistema puede eliminar todo lo que no represente sus intereses, como también que los derechos humanos no son más que un fantasma.

La fe que depositamos en estos últimos demuestra que somos gobernados por espectros, por puros ideales que adquieren más poder de verdad que la realidad, aunque aquellos estén en contradicción con las condiciones materiales que constituyen la realidad misma. Tal como la libertad o la igualdad, supuestamente garantizadas por el fantasma mayor, el Estado, al que obedecemos e idolatramos, aunque nos mantenga atados bajo sus formas establecidas a condiciones paupérrimas de vida, obedeciendo más bien a los intereses de los poderosos, la propiedad privada y la conservación del orden que los favorece.

Para no ir muy lejos, en Colombia, uno se levanta por estos días y se da cuenta que fueron eliminados por los opositores del pueblo en el Congreso, los artículos 31, 32 y 33 de la reforma laboral propuesta por el presidente Gustavo Petro. Estos trataban acerca de las medidas de formalización de las y los trabajadores del campo, reglamentando el contrato laboral agropecuario para las personas que ejercen labores allí de forma permanente, transitoria y estacional, según las temporadas de productividad, continuas o discontinuas. Esto implicaba, pues, el pago obligatorio de un jornal agropecuario al trabajador. A la vez, el artículo 33 tenía como objetivo garantizar la vivienda o su adecuación para las trabajadoras y trabajadores rurales, que habitan en el predio de explotación con sus familias.

Aunque la reforma fue aprobada, la eliminación de estos artículos es un fuerte golpe contra los trabajadores rurales y du dignidad. Los congresistas opositores les han negado sus derechos laborales con argumentos en pro de las finanzas de los empresarios, alegando que estos no los pueden pagar por el riesgo inminente de quiebra. Una vez más, los intereses de los poderosos se sobreponen a los intereses del pueblo y la masa trabajadora, abriendo más la brecha de desigualdad que sostiene el orden de represión.

La lucha de clases que surge del sistema capitalista se percibe intensificada por todos lados, y la sociedad alienada se apacigua agitada en la persecución y posesión del dios dinero, el cual, más que todo, tiene la capacidad de obnubilar todo sentido común. Nada más es ver las declaraciones del alcalde de Medellín, Federico Gutiérrez, acerca de la problemática de los habitantes de calle en la ciudad, dice: “las cosas se tienen que llamar como son: un habitante de calle que tira una piedra y le causa daño a un ciudadano, antes que habitante de calle ya se ha convertido en un delincuente y debe ser tratado como tal”, sin reconocer la macro estructura que da como resultado esta problemática social. Cierto es su incremento en la ciudad, como también es preocupante la práctica que han asumido algunos de arrojar piedras desde los puentes para facilitar que las bandas criminales, con las que están aliados, roben a los motoristas o conductores.

Pero si bien, este es un acto criminal que debe ser castigado, como afirma el alcalde, lo cuestionable estriba en que el habitante de calle deja de ser tomado como tal y convertido solo en criminal. De nuevo atacándose solo las consecuencias y desconociendo las causas y trasfondos que llevan a las personas a ser habitantes de calle y cometer estos actos. Además, argumenta Gutiérrez, que los derechos de estas personas no pueden estar por encima de los derechos de los demás ciudadanos, como si en verdad estos desposeídos tuvieran algún derecho. Pues el único que parece respetárseles, es el de la libertad de ser todo lo habitante de calle que se quiera, mientras no alteren el orden público. Y es que el capitalismo se instala con tal naturalidad, que rara vez cuestionamos la estructura y orden social que hace que existan personas con tales condiciones de vida, sino que, a lo sumo, reconocemos que deben ser reacomodadas las ovejas descarriadas y, en su defecto, eliminadas y desechadas, abandonadas a su suerte, en esta selva donde solo vales lo que tienes.

Es claro que nuestros gobernantes no tienen ningún interés en solucionar los problemas de la población y garantizar sus derechos básicos, pues solo están movidos por sus intereses de clase. Como se hizo evidente con la ausencia del alcalde y el gobernador en las jornadas asamblearias realizadas en la Universidad de Antioquia, a las que fueron invitados para hacer frente a la desfinanciación que sufre la educación pública y, en especial, nuestra alma mater, pero no dejaron más que vacías las sillas marcadas con sus cargos, y a los estudiantes esperando que en algún momento llegaran a ocuparlas.

Por tanto, ante el posible cierre de la Universidad, al estudiantado no le queda otro camino que tomar acción, marchar y hacerse escuchar por este pueblo indolente, que, aunque afectado, no parece interesado en defender el derecho a la educación pública. No obstante, es en la acción de todos donde reside la transformación de este mundo malo.