Por: C. Carmona Salas
“Tú
sabes que ponerse a querer a alguien es una hazaña. Se necesita una energía,
una generosidad, una ceguera… Hasta hay un momento, al principio mismo, en que
es preciso saltar un precipicio; si uno reflexiona, no lo hace”.
Jean-Paul
Sartre.
¿Qué vemos al otro lado
del precipicio que nos invita a dar el salto? Desde la orilla de nuestra alma
presentimos la cercanía de otra alma. Bajo la luz de la propia experiencia
vamos tratando de encontrarnos a nosotros mismos al entrar en contacto con el
otro, casi siempre de modo inconsciente, y cuanto más creemos en lo que
presentimos como semejante, tanto más nos sentimos tentados a dar el salto.
Partiendo de la idea de
que el pensamiento precede a la acción, y si aceptamos que el ejercicio del
pensar implica cierto movimiento o energía —sin caer en teorías esotéricas
triviales, sino entendiendo que las conexiones neuronales se efectúan a partir de
reacciones electroquímicas para la transmisión de información—, podemos
reconocer que pensar en el otro es invertir en éste cierta energía, al menos
desde una perspectiva fisiológica. En este sentido, nos volvemos cada vez más
generosos con el otro cuando dirigimos nuestro pensamiento con mayor frecuencia
e intensidad en él.
A lo mejor ocurre con
la conciencia lo mismo que con la mirada, es decir, en la medida en la que
concentramos nuestra atención en un objeto determinado, éste se instala como
“único” en medio de la multiplicidad del mundo. Enfocándose sólo en ese objeto,
lo demás desaparece para el observador. Esta orientación de la atención en un
único objeto puede resultar una suerte de ceguera ya que, en cierto sentido, nos
priva de atender el plano general en el que el otro nos aparece allende el
precipicio.
Esa luminosidad que nos
seduce a dar el salto se hace más resplandeciente en tanto que hacemos de su
fuente nuestro objeto de deseo. De este modo la lente de la conciencia va
ajustándose, acentuando el enfoque y la intencionalidad en aquello que ahora
nos aparece como lo “único”, y la potencia del deseo va resaltando lo que
creemos ver como semejante a nosotros, lo que nos resulta particularmente
valioso y digno de conquistar en “el deseado”. Quizás ésta es la situación
común, el punto de partida genérico en la mayoría de las historias y las
empresas amorosas que han ocurrido, ocurren y ocurrirán bajo el cielo de la
humanidad.
En el Zaratustra decía
Nietzsche que “entre las cosas más semejantes es precisamente donde la ilusión
miente del modo más hermoso”. A medida que vamos alimentando esta ilusión,
embriagados por las pasiones que derivan del deseo intenso que la idea del otro
nos suscita, asistimos —a fuerza de presentimientos— al nacimiento de “lo
verdadero” en nuestro corazón. El otro se ha tornado “real” para nosotros, mas
no por sí mismo, sino por el influjo ciego de las pasiones que agitan nuestra
voluntad. De pie al borde del precipicio, estamos prestos a dar el salto, sin
embargo, siguiendo a Nietzsche, olvidamos que “el abismo más pequeño es el más
difícil de salvar”.
Ante el dilema de si es
posible elegir de quien nos enamoramos o si, parafraseando a Cortázar, es algo
que nos sucede súbitamente, como un rayo que nos parte los huesos, es difícil
dar una respuesta definitiva. Puede ser que se trate de un ardid de la
naturaleza en busca de la preservación de la especie, o tal vez sea una
manifestación psicosomática de aquello que oscuramente nos mueve desde el
cautiverio del inconsciente. A lo mejor estamos condicionados por todo ello y
por la cultura que ha ido estructurando con prejuicios la manera en la que
intentamos entablar vínculos afectivos.
Ahora bien, cuanto más
nos encontramos envueltos por la niebla de nuestros prejuicios, cuanto más
intensamente resuena en nuestro oído el melodioso canto de sirenas que el deseo
nos hace intuir como proveniente del otro lado del abismo, cuanto más firmemente
nos abrazamos a la fe en aquella “verdad” que nos llama del otro lado del
precipicio, tanto más difícil resulta percibir el tenue rumor de la razón que
intenta hablarnos en el lenguaje de la incertidumbre y la duda.
Saltar o no saltar: he
ahí el dilema. Si bien no podemos elegir de quién ni por qué nos enamoramos,
amar al otro sí es una elección que tomamos deliberadamente si se atiende al
susurro de la duda, o irreflexivamente si lo hacemos bajo la embriaguez que produce
beber del tonel de la ilusión con la sed insaciable del deseo. Si nos detenemos
a reflexionar, es decir, a poner en palabras aquello que se agita en la
vorágine de nuestro deseo; si nos distanciamos con prudencia para asumir una
perspectiva objetiva respecto a la decisión que estamos a punto de tomar; si
nos detenemos a contemplar el abismo que nos separa del otro; si ampliamos el
enfoque de nuestra intencionalidad para contemplar con mayor apertura lo que
nos llama del otro lado del precipicio, probablemente no daríamos el salto. Pero
no ocurre así en la vida real, puesto que, como dijo Pascal, “el corazón tiene
razones que la razón ignora”.
Réplica
“¿Qué
es lo que hace padecer al amor? La duda. Nietzsche dijo en una ocasión que el
amor del filósofo a la vida era el amor a una mujer que nos inspira dudas”.
Thomas
Mann.
Ciertamente la duda es
incómoda, sin embargo, el amor a la vida —o a la mujer— es un asunto de
comprensión, mas no de conocimiento. Quien desea conocer algo sufre al
enfrentarse con las limitaciones de su entendimiento, y en su interior se agita
un mar de dudas. Pero quien busca comprender algo es capaz de asumir con
humildad sus propias limitaciones, sobreponiéndose a ellas, navegando sobre el
mar bravío de la incertidumbre, ya que no precisa de razones, puesto que
conocer es asunto de la cabeza, y comprender, del corazón. Ya decía Pessoa:
Porque quien ama nunca
sabe lo que ama
Ni sabe por qué ama, ni
qué es amar…
Amar es la eterna
inocencia,
Y la única inocencia es
no pensar…
A pesar de todo,
saltamos.